Nunca entendí mucho de fútbol (por no decir nada) y seguramente el nombre de Lionel Messi
nunca se hubiese asomado por estos pagos, a pesar de su brillante carrera, de no ser por lo que hizo en la rueda de prensa de antes de ayer (domingo
8/8/21), en la que el apodado “La pulga”, se despidió de su F C
Barcelona.
Reitero. Mi perspectiva no es solo subjetiva sino nulamente futbolera.
Para mí, lo que hizo en ese momento, frente a las cámaras, sabiendo que lo
estaban mirando millones de personas alrededor del mundo, y otro tanto lo
verían más tarde –¿durante semanas? ¿meses? ¿años?– gracias a las bondades de
las nuevas tecnologías, es mucho más importante que los quichicientos goles, maniobras gloriosas y premios que seguramente coronan su carrera.
¿Qué hizo?
Lloró.
Apasionadamente. Humanamente. Virilmente.
Sin un dejo de vergüenza.
¿Acaso hay una manifestación de mayor fortaleza que la de un hombre, en este caso, una súper estrella a nivel mundial, que llora en público?
No solo en público. Frente a sus hijos.
No tengo la menor idea de lo que va a ser de Messi de ahora en más. Mucho
menos, de qué fue lo que lo llevó a esta situación.
A pesar de que me imagino que no la pasó nada bien en aquel
momento histórico –pero al mismo tiempo, supongo que tiene todas las de ganar–, me
permito dar rienda suelta a mi egoísmo y agradecerle. A pesar de su dolor
personal.
Porque a mí me enseñaron que los regalos se agradecen.
Y Messi nos hizo un regalo muy valioso. A nosotros, como sociedad global y
particularmente a este rinconcito del mundo, en el que desde hace décadas,
generación tras generación, los niños son educados bajo el terrible mandato
de que “los varones no lloran”.
¡Gracias, Messi!, por sacar el llanto masculino del ropero.