Pinceladas y reflexiones sobre la vida cotidiana a orillas del Mediterráneo

sábado, 13 de noviembre de 2021

¿A dónde fue a parar la brecha generacional? ¡Al tacho de basura!

Casualmente, la semana en que Benett viajó con todos sus amiguitos a la Conferencia de la ONU en Glasgow sobre el cambio climático yo viajé un par de veces en transporte público.

Obviamente, ya había viajado otras veces pero se ve que el hecho de que la crisis climática protagonizaba los titulares en aquellos días (¿o tal vez fue la influencia de mi nuevo amiguito, el Sr. Mindfulness?) me llevó a darme cuenta de algo que no había percibido antes.

Casi todos los adolescentes y veinteañeros que recibían del conductor un boleto de papel se inclinaban ipso facto hacia el tacho de basura que está en la entrada al ómnibus y, para mi sorpresa, tiraban el boleto que acababan de recibir…

Si un turista extranjero hubiera presenciado tal escena seguramente habría supuesto que existe alguna ordenanza que obliga a despojarse de inmediato del pedacito de papel en cuestión.

Pero mi sensación como testigo presencial, a un metro del lugar de los hechos y añares de la edad de sus protagonistas, era que seguramente estos jóvenes saben algo que yo me niego a aceptar: que el boleto de papel es innecesario.

De más está decir que nunca en la vida se me ocurrió tirar un boleto antes de finalizar un viaje, fiel cumplidora de la orden explícita que aparece en el boleto impreso: “conservar para control”.

 En realidad, estos jóvenes tienen razón. En estos tiempos digitales el control se puede realizar mediante la tarjeta Rav-Kav (múltiples líneas) –equivalente a la SUBE argentina–, que todo pasajero en el transporte público debe poseer. Pero no se ilusionen. Mientras siga recibiendo un boleto de papel con la orden: “conservar para control”, continuaré pasando por alto el tacho de basura.

Se sabe que las costumbres no salvarán al planeta pero no hay recurso más eficaz que ellas para conservar la paz interior.

martes, 9 de noviembre de 2021

Girasol de mi alma



El girasol es, para mi gusto, una de las flores más lindas pero no fue su belleza lo que llevó al girasol que ilustra este post a convertirse en su protagonista, sino lo que él representa para mí: el triunfo de la apertura por sobre la rigidez.

Antes de cometer la “osadía” de plantar un par de semillas de girasol en una maceta de mi querido balcón estaba apegada a dos principios que consideraba certeros e incuestionables:

        1. El girasol es una planta difícil de cultivar.

        2. Yo no sirvo para hacer crecer plantas. Siempre se me mueren antes de florecer o un segundo después.

     Felizmente, desde hace un tiempo –paralelamente a mi descubrimiento del mindfulness (atención plena)– adopté una actitud distinta, más flexible, que me lleva a apagar, con mucha más frecuencia que antes, el disparador automático para detenerme a observar, cuestionar, entender qué está pasando e identificar dentro de mí modelos de reacciones casi anquilosados.

La pequeña grieta que se abrió en el caparazón de mi autonocimiento sabelotodo me propuso un desafío, impensable para mí en otros tiempos: animarme a probar algo nuevo.

El resultado, les sonríe a la vista.

Obviamente, esto no quiere decir que estoy convencida que de aquí en más saldré airosa de todo lo que me proponga y que mi vida se llenará de todo tipo de “girasoles”.

Pero quiero creer que esta experiencia, aparentemente insignificante, haya afianzado en mí, aunque sea mínimamente, mi debilitado ímpetu para objetar verdades tan erróneas como legendarias.

 

Ines Weller desdeisrael@gmail.com