Acabo de llegar del supermercado con una sonrisa triunfante que me apuro a registrar antes de que se disipe… Curiosamente, no tuve que pagar ni un centavo por ella, por el contrario, de alguna manera anestesió el gasto. Todo transcurrió en escasos minutos, los que demoró la cajera en registrar el precio de cada producto. Apenas hizo funcionar la cinta transportadora apareció de la nada la gerenta, decidida a convencerme de adquirir la tarjeta de crédito de la empresa, cabe suponer que promesa de comisión mediante.
La perorata empezó
pianísimo… Tal vez el aparente perfil de mosquita muerta de la clienta de turno
(su humilde servidora) la llevó a creer a la envalentonada mujer que no necesitaría
esforzarse para que la susodicha pique el anzuelo. Pero, para su sorpresa, no pudo
ahorrarse la enumeración de las inmensurables virtudes del augurioso rectangulito.
En su ímpetu vocal, menos estúpida me dijo de todo. Que cómo no voy a probar,
que cómo voy a desperdiciar la oportunidad única e irresistible, que cómo…
Claro, doña gerenta no
tenía por qué saber que entre los mandamientos que me enseñó doña vida figura
no codiciar plastiquitos de colores… Su tono fue tan in crescendo e
ininterrumpido que el hombre que me seguía en la fila dijo, un instante antes de
poner el pie en el cadalso: «esto es lo que se llama presión física moderada»…
Mi alegría es doble:
Porque siempre viene bien sacarle lustre a doña asertividad y por haber logrado
no zarandear a la obstinada empleada y gritarle ¡callate o te denuncio por maltrato!
Ganas no me
faltaron pero ganaron la partida las de acurrucarme bajo el parsimonioso manto
sabático que entreteje por estos pagos el viernes al mediodía.
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