Si bien en el post anterior, que publiqué a principios de esta pandemia, Llegó la hora de la revancha… de los introvertidos, decía estar en "mi salsa" ante la imposición
de cuarentena generalizada, acabo de descubrir que no salí ilesa.
En realidad, la
más dañada, –podría decir "felizmente", ya que me tocó en suerte
trabajar a distancia desde hace años por lo que no tuve que dejar de hacerlo– es mi niña interior. A simple vista, parece un lujo de suertudos. Y lo es, pero solo en parte, ya que
esta niña, vendría a ser lo que la "cultura" a la sociedad: la
responsable de alimentar mi razón de ser.
Ella se nutre del placer, de los
pequeños gustos, de las satisfacciones. Y de pronto, esta
dimensión, su hábitat, se transformó en una gran nimiedad. La abstinencia de todo lo
evitable que nos impuso el COVID-19, ya desde la época en que lo llamábamos
familiarmente coronavirus, transformó el fogoso mundo de los deseos en un ámbito superfluo.
Al menos eso es
lo que me pasó a mí, perdida como estoy en la confusa realidad israelí en la
que cada vez se mezclan más los dictámenes pertinentes a una real emergencia
sanitaria con intereses políticos y económicos –algunos ocultos y otros burdamente visibles– generando una masa inseparable,
que me desorienta.¿Qué hacer? ¿A dónde ir? ¿Con quién verme?
Desde que "abrieron" la cuarentena ando deambulando entre las diferentes opciones, voy y vengo de lo prohibido a lo permitido, y viceversa. Tratando de dilucidar la verdad, de configurar, yo
solita, una actitud sana y sabia, que me permita realimentar mi "niña
interior". Para ayudarla a recuperarse. O sea, para ayudarme a recuperarme. Lo
más rápido posible.
Todo, por supuesto, con una gran culpa (spécialité
de la casa), por tener el privilegio de preocuparme de mi alimentación emocional
mientras que tanta gente alrededor del mundo sigue como siempre ocupándose, o empezó a ocuparse "gracias" al COVID-19, de cómo diablos comprar comida de verdad.
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